La siguiente reflexión me surgió a partir del debate que desde INED 21 proponen, preguntando a todo el que desease participar si cualquier persona puede o no ser profesor (míralo aquí). Hoy, la comparto por aquí porque creo que es un debate muy interesante del que se puede extraer mucho. Esta es, por ahora, mi opinión, pero me encantaría que compartieses la tuya y así enriquecernos unos de otros. Todos los comentarios que reciba los reuniré en un post especial dedicado a todos los súper lectores que tiene el blog.
Soy estudiante de Magisterio y vivo muy de
cerca este debate. Realmente, cualquier persona educa, consciente o
inconscientemente, ya sea para bien o para mal. Aun así, aquellos que se
incorporan a la labor educativa formal no pueden ser ''cualquiera''.
Para empezar, en España por ejemplo es bastante fácil acceder a estas
carreras, teniendo solamente como requisito la superación de una nota
concreta en las pruebas de selectividad, que no tienen absolutamente
nada que ver con la labor que desempeña un docente ni se demuestra con
ello si el candidato posee las aptitudes y vocación necesaria. Por este
motivo luego nos encontramos con docentes frustrados, que no tratan ni
enseñan correctamente a los niños, produciéndoles consecuencias
negativas para su desarrollo personal, como todos esos casos de niños
que no quieren ir a la escuela por miedo a los gritos continuos de su profe, o
esos otros que en su vida se creen inútiles porque una vez en el cole
una profesora lo ridiculizó delante de todos.
Profesor se hace,
pero también, en cierto modo, se nace. Hay determinadas características y tendencias
personales que son favorables para la acción de educar y cuya carencia
determinaría la imposibilidad de ejercer esta profesión. Para ser
docente hay que amar a los niños, hay que llegar a la escuela con una
sonrisa real y no forzada, hay que sentir algo por dentro cada vez que
se pisa un aula, hay que mostrar el mejor ánimo más allá de las barreras
y dificultades de esta profesión que, según muchos dicen, ''quema''.
Pero yo no lo veo así. Educar es una ardua tarea que, sí, provoca un
desgaste importante, pero la motivación que aquel docente
vocacional-pasional siente por cada alegría que le ha supuesto ayudar a
superar con éxito las dificultades que ha tenido cada alumno es más que
suficiente para seguir adelante, independientemente de los aspectos
negativos.
Por el contrario, alguien a quien, mientras estudia la
carrera o comienza a ejercer su labor, no se le remueve nada por dentro
cuando habla de niños, de una educación mejor, de ayudar, de enseñar y
descubrir, probablemente no sea un profesor con todas sus letras. Un
maestro jamás preferiría trabajar de otra cosa, siempre estaría
innovando, pensando en cómo mejorar, nunca se estancaría en sus modos de
hacer, acudiría al trabajo con la única ilusión de ver otro día más cómo las caras de un
buen puñado de alumnos se ilumina al aprender algo, y no con la ilusión de recibir un sueldo a
cambio.
Puede ser
que hablo desde la voz de la poca experiencia, desde alguien que solo
está empezando, pero cada vez que leo y veo algo sobre niños, se me pone
la piel de gallina. Y creo que es la muestra irrefutable de que algo te
emociona, y por tanto, te apasiona, aunque en tramos del camino las
rosas se den la vuelta y solo se pisen espinas.
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