Hoy, un post para inspirarnos a través de las maravillosas palabras de José María Toro. ¡Disfrútenlas!
El niño es el padre del hombre
Los niños y niñas están ahí para enseñarnos quiénes somos. Esa es su importancia pedagógica, y a nosotros, adultos, nos corresponde saber captar sus mensajes, descifrar sus claves, recordar sus lecciones y, para escucharlas más de cerca, decidirnos de una vez por todas a mirarlos y escucharlos.
Mirar a los niños es entregarnos a la contemplación del misterio, ofrecernos como ojos que indagan y escrutan, que escuchan y acarician y que preguntan y responden. Un niño que no es mirado ni reconocido será un adulto perdido y sin rumbo. Amar es mirar. Cada mirada cargada de ternura es bautismo que unge al mirado con los santos ólos de nuestra humanidad.
Un niño que no es acariciado será un adulto que estará en una continua búsqueda de lo que desconoce que ya posee dentro de sí. Un niño que no es escuchado no reconocerá su propia voz ni tomará conciencia del poder de la palabra definitiva que es él mismo.
Los niños sin abrazos serán adultos cuyas manos no pararán de moverse y agitarse, haciendo compulsivamente, pero sin latido, y actuando con prisas, pero sin consciencia. O, por el contrario, quedarán petrificados, inermes, y sin posibilidad de ubicarse convenientemente en el espacio social que les corresponde.
Si un niño es mirado derramará luego sus ojos sobre el mundo como una bendición; si es escuchado responderá con palabras que sonarán a música, y si es acariciado cuidará de la piel frágil de la vida con la misma delicadeza y ternura con la que fue rodeado su cuerpo.
El niño es el inicio, la puerta, el primer paso, el esbozo y la promesa del hombre que duerme en su interior. El niño engendra al adulto que será y le alimenta con cada experiencia que vive. Todo hombre tiene por padre y madre al niño que fue. Por eso, cuidar a un niño, a una niña, es cuidar a toda la especie humana.
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